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Terror en el ascensor

Tom se metió en el elevador justo a tiempo. Compuso su mejor sonrisa y saludó con un “hola” sofocado a sus acompañantes.

—Bienvenido —dijo un anciano de barbas blancas y calva incipiente—. Llega usted justo a tiempo.

Una señora de pelo corto rizado lo miró con desdén. El caballero de saco y corbata miraba al techo. El hombre de mediana edad, que vestía un overol gris y que debía ser plomero o electricista, lo recibió con un asentimiento de cabeza. El joven de camisa manga larga, color fucsia, que sostenía una carpeta bajo el brazo, le dirigió una leve mirada, nada más. La hermosa joven de cabello negro, cuya falda negra quedaba por lo menos cinco dedos arriba de la rodilla, dejando ver el empiezo de unas más que deseables piernas, ni siquiera pestañeó.

—Sí —dijo Tom, todavía acalorado—, es que tengo prisa.

—¿A qué piso? —le preguntó el ascensorista.

«¿A qué piso? ¿A qué se refiere con…? Ah, ya.»

—Al treinta y cinco, por favor.

El empleado lo escrutó un momento. Era un tipo rechoncho, pulcramente vestido, y con un bigotillo de morsa sobre el labio superior. Tom se sintió incómodo bajo su mirada.

—Al treinta y cinco entonces —asintió el bigotes de morsa.

Marcó el número del piso y el elevador empezó a moverse.

—¿Es acaso usted modelo? —le preguntó el anciano de calva incipiente.

—¿Cómo dice? —Tom lo miró sin comprender.

—¿Si es usted modelo? Ya que veo que va al piso de la agencia de modelaje.

—¡Oh, por eso! No, claro que no. Qué tipo de modelo podría ser yo.

—De delincuencia tal vez —la que habló fue la señora de pelo corto.

—Escuché eso —dijo Tom.

La señora le frunció el ceño y volvió la vista a otro lado.

—No haga caso —dijo el anciano, quien miró reprobadoramente a la señora—. Mi querida Marta es así. Toda simpatía.

Tom ignoró a la señora. Aunque tenía que reconocer que su aspecto no era el mejor. Llevaba el cabello largo y desaliñado, los pantalones rotos y por un zapato se le escapaba el dedo gordo del pie. Pero era lo mejor que había conseguido.

—Sé que mi aspecto no es el mejor —dijo a modo de disculpa—. Pero las prisas no me permitieron…

—Muchas prisas se habría de tener para presentar su aspecto —dijo Marta—. No entiendo cómo lo han dejado entrar en el edificio.

Tom decidió que definitivamente Marta no le caía bien. De todos modos no dijo nada. No estaba allí para que lo juzgaran ni para excusarse por su apariencia, menos con una señora como aquella.

Fue entonces cuando las luces se apagaron y el elevador se detuvo con un fuerte bamboleo. Resonaron gritos agudos y maldiciones contenidas. Tom no pudo contener la suya.

—¡Dios, mío! ¿Qué sucede? —la vocecilla aguda sólo podía ser de la mujer de piernas bonitas.

Seguro que en su casa no se acordaba de Dios. «Ni cuando está en la cama bajo la barriga de alguien con suficiente dinero para poder pagársela», pensó Tom con amargura. Su voz había provenido de la izquierda. No podía estar a más de un metro. Quizá debería estirar la mano para comprobar si estaba bien, más o menos.

—Sólo fue la luz que se fue, señorita —dijo una voz masculina. El cubil que era el ascensor era una negrura absoluta. Tom no podía ver ni siquiera su mano frente a los ojos. Pero apostaría que aquella voz era la del caballero con corbata.

—El caballero tiene razón —la voz salía a espaldas de Tom. La voz del ascensorista—. Solo mantengan la calma un momento, mientras ponen en marcha los motores de reserva.

—No sucede muy a menudo esto —observó el anciano—. Llevo años subiendo y bajando en este edificio y no me había tocado algo así. Pero bueno, siempre hay una primera vez. O al menos eso dicen.

—Sí, eso dicen —estuvo de acuerdo Tom.

Transcurrió un largo, tenso y sofocante minuto. Alguien respiraba con agitación, como si hiperventilara, y alguna de las damas, Marta a juzgar por la dirección del sonido, golpeaba con impaciencia con el tacón del zapato.

«¿Es que esta señora la tiene liada con todo el mundo?»

Transcurrido el largo minuto, la luz volvió al ascensor. Lo único que se oyó fueron los suspiros aliviados de sus ocupantes.

—Ahora ponga en marcha este artefacto —ordenó Marta.

—Es lo que hoy intentando —dijo el bigotes de morsa—. Pero no responde.

—Está usted bromeando ¿verdad? —la alarma era notoria en el rostro moreno y regordete de Marta.

—No creo que bromee —dijo el caballero de corbata.

Seis pares de ojos se clavaron en el ascensorista, que rebulló inquieto. Tom aún tuvo tiempo de mirar las piernas de la mujer guapa. Sólo para asegurase de que no le había ocurrido nada, por supuesto.

—Pero funcionará ¿verdad? —preguntó, nerviosa, la joven de falda corta.

—Eso espero.

El bigotes de morsa presionó medio centenar de botones durante los dos siguientes minutos, pero, aunque la luz había vuelto, el ascensor permaneció tan inmóvil como un automóvil sin gasolina.

—Quizá haya que llamar a emergencias —aventuró la joven. Su respiración era agitada y algunas perlas de sudor brillaban en su frente. Tom pensó que padecía de algún grado de claustrofobia. Sacó un caro teléfono celular de un bolso de cuero y empezó a trastearlo.

—No será necesario —dijo el ascensorista—. Además dentro del elevador no hay cobertura.

—No hay señal —soltó la joven, frustrada.

—Descuiden —el bigotes de morsa hizo un gesto apaciguador con las manos—, tengo un talkie walkie y pediré ayuda de inmediato.

—Pues qué espera. Hágalo ya —Era obvio que la gruñona de Marta no podía mantenerse callada mucho tiempo.

—Ahora mismo.

El ascensorista extrajo el walkie talkie de su cinturón y presionó un botón…

Entonces las luces parpadearon, y luego se apagaron. Las mujeres gritaron. Tom se pegó a la pared. No porque se haya ido de nuevo la luz, sino porque de pronto sintió mucho frío y un miedo paralizante le atenazó el corazón. Era como si con la oscuridad hubiese llegado algo que no debía estar allí.

Las luces se encendieron apenas medio minuto después.

—Menos mal… —lo que fuera que el anciano de barbas blancas iba a decir se vio superado por el agudo y estridente grito que brotó de la garganta de la mujer del teléfono caro, quien con un dedo tembloroso señalaba hacia donde estaba el ascensorista…

O mejor dicho, hacia donde había estado el ascensorista.

Tom se pegó aún más a la pared, incrédulo, aterrado, conmocionado. ¿Qué se había hecho el tipo?

—¡Oh, rayos! —dijo el hombre del overol gris.

El chico de la carpeta miró con los ojos desorbitados, aún sin comprenderlo del todo. Marta temblaba. El caballero de corbata miraba sin apenas variación en su semblante al igual que el viejo de calva incipiente.

—¿Qué fue de nuestro amigo? —dijo el viejo, con voz flaca.

—N-n-no es-tá —balbuceó Tom.

¡El bigotes de morsa había desaparecido! ¡Completamente desaparecido! Como si de pronto alguien hubiera practicado un gran truco de magia. No había ni rastros de él.

—¿Pero cómo es posible? —Preguntó un incrédulo caballero de corbata— Su desaparición desafía todas las leyes de la física.

Tom le dio la razón al caballero. Nadie desaparecía así como así. Entonces se le ocurrió que tal vez fuera una broma. Quizá el bigotes de morsa era un experto en disfraces, o un aprendiz de magia. A lo mejor había confeccionado un astuto disfraz que lo podía esconder frente a las narices de su público. Con reverendo temor se acercó hacia el sitio donde había estado el desaparecido. Estiró los brazos, inseguro, y palpó la nada. Después las acercó a la pared y las recorrió con bastante meticulosidad.

Nada.

Los demás lo miraban con una mezcla entre temor y curiosidad; generalmente como se mira a los alienados. Tom se encogió de hombros.

—No es ningún truco —aseveró.

—¿Entonces qué fue? ¿Por qué no está? —preguntó histérica la chica de piernas bonitas. Su fobia reemplazada por un terror más crudo.

Tom pensó que quizá debería acercársele, abrazarla y consolarla dándole unas palmaditas en la espalda y diciéndole que todo estaría bien. Aunque lo más probable es que la chica le rehuyera. Así que desestimó la idea.

—La cuestión no es “¿qué pasó con él?”, sino “qué pasará con nosotros” —dijo el barba blanca.

Apenas estaba terminando de decir esto cuando las luces parpadearon de nuevo. Antes de que se apagaran Tom tuvo tiempo de ver como Marta y la chica bonita se llevaban las manos a la boca a la vez que, igual que el resto, se pegaban a las paredes en busca de algo sólido a lo que aferrarse.

Se oyó un gemido ahogado, como cuando te dan un fuerte golpe en la boca del estómago, y después silencio. Nadie se movió y nadie dijo nada. Pero todos sentían lo mismo, un frío inmenso y un terror que superaba cualquier sensación imaginable. Incluso se sentía un airecillo fétido en el rostro, como el aliento de una bestia inhumana.

Las luces se prendieron al cabo de unos instantes. No habría pasado ni medio minuto, pero para los ocupantes del ascensor fue como si hubiera transcurrido una eternidad.

Cuando se apagaron las luces había habido siete personas. Cuando se encendieron sólo había seis, y una carpeta.

—El chico —susurró barba blanca con la voz quebrada. Apretó la espalda contra la pared de metal y se arrastró por ella hasta que llegó al piso, con las manos cubriéndose el rostro—. ¿Qué está ocurriendo?

Milagro de milagros, la mujer de piernas bonitas no soltó un grito sino que se echó a llorar. Los rostros de los demás, incluido el de Tom, estaban desencajados por el espasmo y el horror.

—¿Quién está haciendo esto? —preguntó Marta.

—¿O qué? —agregó el caballero de corbata.

—Tenemos que salir de aquí —apuntó Tom.

—No podemos —dijo el hombre del overol—. No hasta que personal del edificio venga en nuestra ayuda.

—Ya deben estar en ello ¿verdad? —Dijo la chica entre sollozos—. ¿Nos sacarán de aquí pronto?

—Eso espero —dijo barba blanca.

Durante un momento hubo silencio. Nadie sabía qué decir. Nadie sabía qué estaba ocurriendo. Pero todos tenían miedo y de vez en cuando echaban miradas nerviosas a las lámparas sobre sus cabezas, temerosos de que empezaran a parpadear de nuevo. También se miraban con recelo unos a otros. Empezaban a intuir que el culpable de las desapariciones podría ser cualquiera de los presentes.

—¿Y si tratamos de abrir las puertas a la fuerza? —aventura Tom.

El del overol negó con la cabeza:

—Imposible.

Justo entonces las luces titilaron de nuevo. Ya no se asustaron más, era imposible asustarse más. En lo que las luces se apagaban se miraron, tratando de ver algún indicio sobre quién hacía un movimiento sospechoso. Pero todos se mantuvieron inmóviles, tensos, silenciosos, aterrados.

Entonces las luces se apagaron. El frío volvió y un terror aún más profundo con él. Estaba equivocado. Sí era posible sentir más miedo.

—¡Ahh! —gritó alguien. Era la voz del tipo en overol. El plomero o electricista—. Algo me…

Ya no dijo más.

Las luces se prendieron otra vez, sólo para que pudieran ver que faltaba uno. Del tipo del overol no había quedado ni rastro.

Antes de que empezaran a hablar se miraron, buscando indicios de culpabilidad. Pero todos mostraban signos del más absoluto terror. Si uno de ellos era el culpable, también era un gran actor.

Barba blanca se levantó tembloroso, con los ojos vidriosos.

—Quien quiera de vosotros que esté haciendo esto, que por favor se detenga —dijo, sin mirar a nadie y mirando a todos—. Por favor, lo suplico.

—Viejo idiota —Marta lo miraba con desaprobación—. ¿De verdad cree que uno de nosotros es el culpable?

Barba blanca hundió los hombros, desolado.

—Que no me entere quien es porque lo azoto a patadas —dijo Tom.

—¿De verdad? —El caballero de corbata no creía que fuera ser así—. ¿A alguien que hace desaparecer la gente? ¿Ese alguien no serás tú? —Miró a Tom con suspicacia— Con ese aspecto de zarrapastroso.

—¡Oh, por favor! Si ese pobre no tiene ni para zapatos —¿Marta lo estaba defendiendo?

Como respuesta Tom movió el dedo gordo que le salía por el agujero del zapato.

—¿O eres tú, Marta? —continuó el tipo de corbata. Ahora él era el puntilloso— ¿Qué llevas en ese bolso? Mejor dicho, que llevan todos en bolsos y bolsillos. Tirad al piso todo lo que llevéis.

—¿Qué esperas encontrar? —dijo Tom— ¿Una pistola láser?

—No —la voz de la chica bonita era desencajada—. Esto no es producto de ningún artilugio tecnológico ¿No han sentido el frío? Es horrible. Y el hedor. Alguna bestia sobrenatural nos está atacando. Lo siento.

—Ja —la risa del caballero trató de ser irónica, pero no lo fue—. No, esto es obra humana. Alguno de ustedes es terrorista —aseveró.

—Puede que lo seas vos —dijo Tom—. Te has puesto muy suspicaz. ¿No llevarás un arma desintegradora en algún lado?

El hombre lo miró con rabia. Se rascó los bolsillos, del pantalón y del saco, y tiró al piso todo lo que llevaba. Ningún objeto parecía ser un arma capaz de hacer desaparecer una persona.

—Basta —dijo el anciano de calva incipiente—. Basta, por favor.

Las luces empezaron a parpadear de nuevo. Todos sabían lo que se avecinaba. Gimieron, gritaron, lloraron, aullaron. Alguien tuvo un ataque de histeria y empezó a golpear la pared. El aire frío llegó de nuevo.

—¡Oh, por Dios! —Exclamó el tipo de corbata—. ¡Es un monstruo! Escuchen todos ¡es un monstruo!

La chica del teléfono caro se echó a llorar.

Marta gritó, horrorizada.

—¡Algo me está tocando! ¡Algo gelatinoso me está tocando! —exclamó.

El tipo de la corbata soltó un gemido.

—Duele —dijo, su voz un susurro agonizante.

Un líquido caliente salpicó a todos.

Las luces se encendieron. Lo primero que Tom escuchó fue el grito desencajado y aterrorizado de la chica bonita. Lo primero que vio fue la mitad del tipo de la corbata en el piso. De él sólo quedaba la cabeza, el pecho y los brazos a la altura del codo. De la corbata quedaba menos de la mitad, deshilachada, como si un perro la hubiera desgarrado. En el piso se empezaba a formar un charco de sangre.

El tipo abrió los ojos.

—Duele —dijo. Y expiró.

La chica del teléfono caro empezó a hablar insensateces a la vez que se rasgaba el rostro. Marta, con el rostro demudado, se conformaba con mirar al tipo tirado, en medio de todos. Tenía sangre en el cuerpo, como todos los demás. Barba blanca lloraba en silencio. Tom sufrió un ataque de histeria y empezó a dar manotazos y patadas a las puertas del elevador, a la vez que gritaba pidiendo ayuda.

—Calma —pidió el anciano—. Esto es sorprendente pero debemos tener calma.

—¿Calma? —la voz de la chica del teléfono caro sonó más aguda que nunca—. ¿No está viendo cómo quedó ese hombre? ¿Y quiere que tengamos calma?

—Sé que es algo horrible —el viejo dirigió una mirada al trozo de cadáver, torció el ceño y luego apartó la vista, asqueado—. Pero gritando y despotricando no conseguiremos remediar nada, ni golpeando la puerta —agregó.

—Quedándonos quietos tampoco —dijo Tom, ya recuperado de su ataque.

—No —aceptó el viejo—. Haciendo nada tampoco. Pero yo prefiero esperar mi fin en calma, o mi rescate. Lo que suceda primero.

—¿No hay nada que podamos hacer, Harold? —dijo Marta, descompuesta, al viejo de calva incipiente—. ¿Nada?

El viejo le enseñó las palmas de las manos a la altura del hombro:

—A mí no se me ocurre nada.

—Vamos a morir —resumió la vieja gruñona, que ahora ya no se mostraba tan gruñona, en un alarde de clarividencia de los grandes.

—No —chilló la chica de piernas bonitas—. No. No puede ser. Yo no puedo morir. No quiero morir. Soy aún muy joven. Aún no he conocido el amor.

—Me tienes a mí aquí en frente —dijo Tom, con un último vestigio de buen humor.

—El amor quizá no —bufó Marta, gruñona y puntillosa de nuevo—. Moteles, se nota que a montones.

La chica bonita aún tuvo voluntad de mirar a ambos de manera taladradora.

—Marta, acércate a mí —dijo Harold. La señora se acercó—. Tú, chico, júntate a ella.

—¿A mí? No, no, no. No permitiré que este tipo se acerque a mí.

—Lo harás —dijo el anciano. Su voz, un auténtico calco de la de un padre severo—. Vamos chico, júntate a ella —Tom se paró a un lado de la joven—. Ahora rodéala con un brazo, no importa dónde. —Él hizo lo mismo con Marta, pasándole un brazo por los hombros. Tom rodeó la cintura de la joven, que se mantuvo erguida e inmóvil, producto de la repulsión que le producía Tom. A Tom le ocurría todo lo contrario—. Dios quiera no vuelvan apagarse las luces. Pero si ocurre, y si el culpable de todo esto es uno de nosotros, lo sabremos. No suelten a su compañero.

Tom comprendió la idea del anciano. Si alguien intentaba hacer algo, su compañero se daría cuenta, y lo diría. El anciano no era tan tonto. Quizá el raro suceso no volviera a ocurrir, ahora que el culpable sabía que podía ser descubierto.

Pero entonces las luces volvieron a parpadear. La joven, que tan reacia se mostró al principio, se abrazó a Tom.

Las luces se apagaron.

Tom aprovechó la oscuridad e hizo realidad su más reciente sueño, bajó un poco la mano y apretó el trasero de la joven. Nunca supo cómo, pero la chica de alguna forma sabía dónde tenía el rostro, y le asestó una cachetada que restalló en la oscuridad del elevador. Tom se apartó de la joven, con la mano en la mejilla ardiente.

—¡Ahhh! —Gritó Marta— ¡Me tiene! Por todos… —lo que fuera a decir se vio apagado por un gemido dolorido y un grito ahogado.

La luz volvió y lo único que de marta quedó fue su bolso y su cabeza, sanguinolenta por el cuello, y con un gesto de absoluto terror en el rostro.

—¡Fue Harold! —Gritó la joven— ¡Por todos los cielos! Todo el tiempo fuiste tú viejo asqueroso.

—No —gimió el anciano—. Yo la sujetaba con todas mis fuerzas, pero algo más fuerte la arrancó de mí e hizo… lo que hizo.

Tom se dejó de frotar la mejilla ardiente y vio a uno y otro. Uno de ellos había sido, estaba seguro. Todo apuntaba a que había sido el anciano, pero quizá la chica lo había hecho cuando lo apartó de ella con tan fuerte bofetada.

—¡Mientes! —chilló la joven—. Éste tipo no pudo —señaló a Tom con el dedo. Hizo una pausa y pareció dudar—. ¿O sí?

—No, claro que no —dijo Tom a la defensiva—. Yo estaba frotándome la mejilla después del golpazo del que fui víctima. ¿No habrás sido tú? —señaló.

El siguiente minuto fue una confusión total. Todos acusándose a todos. Después de todo, la buena idea de Harold no resultó ser tan buena.

En eso estaban cuando la luz empezó a parpadear de nuevo. Poca atención le prestaron a la parpadeante luz. Se dedicaron a mirarse, a rebullir temerosos, y a esperar. No sabían quién era el culpable, no sabían quién era el siguiente. Solo cabía esperar. Las luces se apagaron, y con la oscuridad llegó el frío, el miedo que estrujaba sus almas, y la seguridad de que alguien más iba a morir.

Se oyó un grito seco. Eso fue todo. Cuando las luces se encendieron, Harold ya no estaba. De él no había quedado ni un pelo de su barba blanca.

Tom retrocedió aterrado y se pegó a la pared metálica, lo más lejos que pudo de la chica de piernas bonitas. Aunque quizá fuera bonita sólo porque era un monstro.

—De modo que eras tú —dijo, tratando de mantener la mayor distancia posible respecto a la chica—. Siempre fuiste tú.

La chica, a su vez, retrocedió hasta pegarse a la pared opuesta del ascensor.

—No —dijo—. Mientes. Y lo sabes. ¿Qué eres?

—Yo, un simple zarrapastroso.

Las luces volvieron a parpadear. Tom mantuvo la vista fija en la chica. Curiosamente ya no tenía miedo.

Las luces se apagaron. La chica gritó. Fue un grito desgarrador, capaz de atravesar el alma.

Cuando se volvieron a encender, en el elevador sólo quedaba Tom. Sintió que tenía un aire en el estómago. Eructó. Un teléfono caro le salió de la boca, extrañamente grande. Lo capturó en el aire. Lo observó un momento. Lo dejó caer. Sonrió. Abandonó aquella parodia de disfraz y se escurrió, hecho humo, por entre las rendijas de la puerta.

Nadie supo qué ocurrió con los ocupantes de aquel fatídico ascensor, que desde ese día, quedó cerrado para siempre.

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