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La línea de piojos.

Según relata Antony Beevor en su impresionante “Stalingrado” (ed. Crítica) cuando un soldado moría acurrucado por el frío, sobre todo en los últimos momentos de la resistencia alemana y en los improvisados hospitales donde los dedos congelados se quedaban prendidos de las vendas, sus compañeros lo sabían por un hecho singular. Nadie se movía, pero en el instante en el que el corazón del soldado dejaba de latir, una procesión de piojos salía por sus mangas y las perneras del pantalón en busca de algún compañero al que aún pudieran parasitar. La crueldad de la imagen puede parecer un contrapeso inhumano al hecho de que los alemanes dejaron morir de hambre y frío a numerosos prisioneros encerrados en cercas de alambre de espino.

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