Cuenta la leyenda que una noche lúgubre, según las crónicas de nuestras antiguallas, fue la del 11 de diciembre de 1676 para los buenos habitantes de la Muy Noble y Leal Ciudad de México, pues a las siete, estándose celebrando el aniversario de la aparición de la Virgen de Guadalupe en la Iglesia de San Agustín, se incendió ésta, comenzando por la plomada del reloj.
Considérese la consternación y el espanto de aquellas benditas y devotas gentes Al ver que el fuego devoraba un templo tan antiguo y tan suntuoso ¡Considérese la posibilidad de contener tan voraz elemento en aquellos remotos tiempos, en que las bombas eran desconocidas, en que las llaves de agua sólo servían para satisfacer la sed, y en los que para sofocar el fuego se acudía al derrumbe y a la presencia de las imágenes, y de las comunidades que llevaban cartas fingidas de los santos fundadores, en las que éstos simulaban desde el cielo mandar que cesara el incendio!
¡Qué noche! La gente salía en tropel de la iglesia, empujada por el terror, sofocada por el humo, iluminada por las llamas. Los frailes agustinos por su parte abandonaban el convento, temerosos de que el fuego devorase las celdas. En pocos instantes la calle estaba completamente llena de una multitud abigarrada, que con los ojos abiertos y casa salidos de sus órbitas por el terror, veía impotente que el fuego lamía, se enroscaba y devoraba impetuoso al templo.
La multitud, repito, era heterogénea: los curiosos, los devotos que habían quedado, los agustinos, las órdenes de otros conventos, que habían acudido con sus Santos Estandartes y cartas de sus patronos, los regidores de la ciudad, los oidores y el Virrey Arzobispo don Fray Payo Enríquez de Rivera, que personalmente tomaba parte activa dictando cuantas medidas juzgaba conducentes, para que el fuego no se comunicara al convento y cuadras circunvecinas, como lo consiguió.
Pero cuando era mayor la confusión en el incendio; cuando la gente apiñada frente a la ancha puerta de la iglesia, veía salir de ésta lenguas colosales de fuego, gigantescas columnas de humo, infinidad de chispas que arrebataba el viento; cuando el calor sofocante, exhalado como el aliento de un monstruo, brotaba de aquella puerta y se comunicaba hasta la acera de enfrente, haciendo reventar los cristales de las vidrieras de las
casas; la multitud presenció una escena que a todos hizo por lo pronto enmudecer de espanto…
Un hombre como de cincuenta y ocho años de edad, pero fuerte y robusto, que vestía el traje de capitán y ceñía espadín al cinto, se abrió paso con esfuerzo entre la multitud, y solo, sin que nadie se diera cuenta de lo que iba a hacer, penetró en la iglesia cuyos muros estaban ennegrecidos por el humo; subió impasible las gradas del altar mayor; trepó con agilidad sobre la mesa del ara; alzó el brazo derecho y con fuerte mano tomó la custodia del Divinísimo, rodeada en esos instantes de un nuevo resplandor, el resplandor espantoso del incendio, y con la misma rapidez que había penetrado al templo y subido altar, bajó y salió a la calle, sudorosa, casi ahogado, aunque lleno de piadoso orgullo, empuñando con su diestra la hermosa custodia, a cuyos pies cayó de rodillas, muda y llena de unción, la multitud atónita…
Pasó el tiempo. De aquel incendio que destruyó la vieja Iglesia de San Agustín en menos de dos horas, pero cuyo fuego duró tres días, sólo se conservó el recuerdo en las mentes asustadas de los que tuvieron la desgracia de presenciarlo. Sin embargo, al reedificarse una de las casas de la acera que ve al norte de la calle que entonces se llamaba de los Donceles, situada entre las que llevaban los nombre de Monte Alegre y Plaza de Loreto, los buenos vecinos de la muy noble ciudad de México contemplaron sobre la cornisa de la casa nueva un nicho, no la escultura de algún santo como era entonces costumbre colocar, sino un brazo de piedra en alto relieve, cuya mano empuñaba una custodia también de piedra…
La casa aquella, que con ligeras modificaciones se conserva aún en pie en nuestros tiempos, fue del capitán D. Juan de Chavarría, uno de los más ricos y más piadosos vecinos de la ciudad de México, que había salvado a la custodia del Divinísimo en la lúgubre noche del 11 de diciembre de 1676.
¿Quién le concedió la gracia de ostentar aquel emblema de su cristiandad en el nicho de la parte superior de su casa? ¿Fue el rey a cuyos oídos llegó el suceso, el Virrey-Arzobispo que lo presenció, O él tuvo tal idea como satisfecho de haber cumplido un acto edificante? Ningún manuscrito ni libro impreso lo dice. La antigua tradición sólo refiere el episodio del incendio, y lo que sí consta de todo punto es que la casa número 4 de Chavarría, ahora 2a del Maestro Justo Sierra, fue en la que habitó durante el siglo XVII aquél varón acaudalado y piadoso.
Pocas noticias biográficas tenemos acerca del capitán D. Juan de Chavarría. Nació en México y se le bautizó en el Sagrario, el 4 de Junio de 1618. Se casó con doña Luisa de Vivero y Peredo, hija de D. Luis de Vivero, 2o Conde del Valle de Orizaba, y de doña Graciana Peredo y Acuña, de cuyo matrimonio tuvo Chavarría tres hijos. Fue hombre muy religioso y gran limosnero. A sus cuidados se reedificó la Iglesia de San Lorenzo, de la cual fue patrón, y en la tarde del 26 de diciembre de 1652, en ella se le o el hábito de Santiago, ante lucida concurrencia y con asistencia del virrey.
Don Juan de Chavarría murió en México y en su mencionada casa, el 29 de noviembre de 1682, legando una fortuna de unos 500,000 pesos, y como patrono que era de San Lorenzo, sobre su sepulcro se le erigió una estatua de piedra, que lo representaba hincado de rodillas sobre un cojín y en actitud devota. Hoy ya no existe el monumento sepulcral levantando a su memoria. Su buena fama dio nombre a una calle, y el símbolo de su piedad se conserva en el antiguo nicho de la vieja casa de su morada.
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La leyenda de Chavarría.