A propósito comentaban los vecinos que unas personas hacían excavaciones en sus pisos con la esperanza de encontrar algún tesoro enterrado. De hecho, el autor declara que alcanzó a ver pozos con la tierra a un lado, lo que confirma lo dicho por aquellos vecinos.
Contaban que en ocasiones, por las noches de septiembre y octubre, esas de luna llena, como a las 12 ó 1 de la madrugada, salía un carruaje tan veloz, casi en estampida, iniciando su carrera desde las ruinas del colegio, y como según esto, era inmaterial, entraba sin tropiezos a través de las puertas enrejadas que dan a la calle Corona, para allí doblar con fuerza hasta el patio frontal a la calle Hidalgo dirigiéndose al sur.
El anciano velador de la escuela decía que una de esas noches, estando él en la banqueta de la acera poniente, frente al jardín de niños, con la Sierra de las Bayas como fondo, con la luna llena despuntando, le sorprendió la aparición. Lo vio en estampida. Luminoso, levantando polvo fosforescente.
Agregó que el personaje que tiraba del caballo llevaba un sombrero y vestimenta muy antiguos; cruzó como ráfaga el jardín, traspuso fugaz el barandal límite que da a la calle Guillén, para finalmente desaparecer como incrustándose entre los muros de las viejas casas de adobe que fueran del señor Cárdenas Stelle.
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El colegio de Nicolás Bravo