Cuentan que una noche lluviosa, mientras Filiberto caminaba por las calles vacías del pueblo, vio a una mujer indígena de cabellos dorados, quien lo volteó a mirar regalándole una sonrisa.
No están para saberlo, ni yo para contarlo, pero a aquel pobre hombre se le había muerto su esposa hacía exactamente un año. En ese tiempo, nunca tuvo ojos para otra mujer. Vestía siempre de negro y por las madrugadas le gustaba recorrer los lugares por donde había paseado con su esposa.
Sin embargo, aquel día el deseo de seguir mirando a esa mujer, lo impulsó a seguirla. Mientras tanto la dama de vez en cuando lo volteaba a ver, como invitándolo a caminar tras ella.
En el justo instante en el que Filiberto le dio alcance, pudo notar enseguida que la mujer era el fantasma de su difunta esposa.
– Clarisa, Clarisa has vuelto al fin. Dijo el hombre con un tono de emoción indescriptible.
– No Beto, te equivocas. No he venido a verte a ti, ni he regresado a este mundo para quedarme. Sólo volví para preguntarte ¿por qué has abandonado a nuestros hijos?
– Es que sin ti, no tengo ganas de seguir viviendo. Nada de lo que ocurra en este planeta me interesa.
– Estás muy equivocado Filiberto, si me amaras como dices, velarías por nuestros pequeños y te preocuparías por tu salud. Estás muy desmejorado. Recuerda que una parte de mí vive en ellos y siempre estaré ahí para cuidarlos.
– Te juro que de ahora en adelante las cosas serán diferentes y que cada vez que me acuerde de ti Clarisa, no lloraré, sino que recordaré esta plática.
Clarisa